Mi trabajo con cromosomas del maíz me llevó a descubrir los “genes saltarines” y a proponer por primera vez la idea de la regulación génica. Visité México para conocer sus razas de maíces nativos y estudiar la evolución de este maravilloso cultivo. Fui galardonada con el Premio Nobel de medicina por mis descubrimientos.
Nací el 16 de junio de 1902 en Connecticut, Estados Unidos. Fui la tercera hija del matrimonio de Thomas Henry McClintock y Sara Handy. Al nacer, mis padres me llamaron Eleonor, pero decidieron que ese nombre era demasiado “femenino” y “delicado” para una niña con mi carácter. Ya con el nombre de Bárbara, viví con unos tíos en Brooklyn, Nueva York, lo que le permitió a mi familia reducir los gastos en lo que mi padre lograba establecerse como médico homeopático. Fui una niña muy independiente, lo que más tarde me permitiría desarrollar mi vocación como científica persiguiendo ideas propias.
Mi amor por las ciencias surgió en la secundaria, y para 1919 estaba decidida a estudiar una carrera. Específicamente, quería estudiar botánica en el Colegio de Agricultura de la Universidad de Cornell. A mi madre no le encantó la idea de que decidiera estudiar en vez de casarme, pero mi padre me apoyó. Recibí mi título en 1923. Inmediatamente después continué con mis estudios de maestría y doctorado en la misma universidad, títulos que obtuve en 1925 y 1927, respectivamente.
A partir de 1920 comencé a estudiar los cromosomas del maíz y cómo se comportan durante la reproducción. Los cromosomas son cadenas largas de ADN “empaquetado” en estructuras que parecen tener la forma de una X, que son lo suficientemente grandes para poderlas observar bajo un microscopio. Armada con esta herramienta, describí los 10 cromosomas del maíz. Realicé observaciones en distintos tipos de células y durante la meiosis, que es la división celular que genera las células reproductivas, que en animales conocemos como espermatozoides y óvulos, pero que tienen su equivalente en plantas.
Mi trabajo no se limitaba al microscopio, también llevaba cuidadosas notas de cómo eran físicamente las plantas cuyos cromosomas estaba describiendo. Esto me permitió realizar un “mapa” que asociaba ciertos rasgos de las plantas con una región en particular de los cromosomas. Gracias a este método, en 1930 demostré que durante la meiosis ocurre un fenómeno llamado recombinación, donde las copias maternas y paternas de un cromosoma pueden intercambiar segmentos entre sí.
Alrededor de 1933 propuse que las puntas de los cromosomas (“telómeros”) deberían proveer algún tipo de protección o estabilidad para los cromosomas, predicciones que resultaron ciertas. Sin embargo, 1933 fue también un año de desilusiones. Había recibido una prestigiosa beca de la Fundación Guggenheim para realizar una estancia en Alemania, pero el momento no podría haber sido peor. Aunque la Segunda Guerra Mundial aún no estallaba, mis colegas ya estaban abandonando Alemania y la atmósfera era tensa.
Regresé a Estados Unidos y continué trabajando en Cornell. Pero a pesar de que mis ideas habían sido reconocidas internacionalmente, aún no tenía una plaza definitiva. Esta incertidumbre laboral me carcomía y afectaba mi desempeño. Afortunadamente, en 1936 recibí una oferta de trabajo en la Universidad de Misuri. Ahí, continué mi investigación en los cromosomas de maíz, esta vez exponiéndolos a rayos X para romperlos. Ya tenía un trabajo fijo, pero aún no era feliz laboralmente: las oportunidades de crecimiento en la Universidad de Misuri eran pocas, especialmente para las mujeres. Así que en 1941 me lancé de nuevo a la incertidumbre laboral, con tal de tener posibilidades de algo mejor: acepté un contrato de sólo un año en el Departamento de Genética del Laboratorio Cold Spring Harbor. Afortunadamente, pronto esto se convirtió en una plaza permanente.
Ya sin el estrés de tener que andar buscando financiamiento todo el tiempo, mi trabajo en el Laboratorio de Cold Spring Harbor fue altamente productivo. De hecho, mis investigaciones de esos años fueron las que me llevarían a recibir el Premio Nobel de Medicina, pues en el verano de 1944 noté algo extraordinario. Dos genes que había mapeado cuidadosamente en los cromosomas de mis plantas de maíz parecían interactuar entre sí: el primer gen (Ds) tenía una serie de efectos sobre sus genes vecinos, pero ¡Solo si el segundo gen (Ac) estaba presente! En otras palabras, acababa de descubrir que el material genético tenía lo que llamé “elementos controladores” que podrían prender o apagar genes. Y no solo eso, en 1948 descubrí que estos genes ¡también podían cambiar de lugar en los cromosomas! A estos genes hoy se les conoce como transposones, o por qué no, genes saltarines.
Lo que acababa de descubrir tenía implicaciones importantísimas. El genoma no era un conjunto de instrucciones estáticas que se pasaba de generación en generación, sino un ente dinámico donde además la actividad de los genes podría estar regulada por mecanismos que desconocíamos. Al igual que Charles Darwin cuando pensó en la teoría de la evolución, yo no me atreví a hacer declaraciones públicas de mis descubrimientos hasta que acumulé suficiente evidencia para estar segura de lo que estaba viendo. Mi primera conferencia al respecto fue en 1951, pero mis ideas resultaron demasiado novedosas para que toda la comunidad científica pudiera entenderlas. Pongamos las cosas en contexto: aunque sabíamos que el material genético estaba empaquetado en los cromosomas dentro de las células, no fue sino hasta 1953 cuando a partir del trabajo de Rosalind Franklin, James Watson y Francis Crick supimos de la estructura del ADN. La biología molecular estaba en pañales, por lo que no es de sorprenderse que la genetista Charlotte Auerbach dijera tras conocerme: “Por Dios, esa mujer o está loca, o es una genio”.
No todo en mi investigación era pegar los ojos al microscopio, dar conferencias y vigilar el crecimiento de campos experimentales de maíz. También tuve la oportunidad de recorrer la zona del mundo más interesante para quienes estudiamos el maíz: México y otros países de Latinoamérica. Ahí, el maíz ha sido consumido por los pueblos originarios desde mucho antes de la llegada de los españoles, y la diversidad de maíces nativos era (y continúa siendo) impresionante tanto en número de razas de maíz como en la diversidad de colores, formas, números de hileras y muchos otros rasgos que las distinguen. Conocer esta diversidad me interesaba, además de por su belleza, porque podría estudiar los cromosomas en el contexto evolutivo del maíz, y no solo en las cruzas controladas que había hecho durante años. Se hipotetizaba que la domesticación del maíz tendría que haber ocurrido en algún lugar de Latinoamérica, pero no se sabía exactamente donde. En 1957 recibí financiamiento del gobierno estadounidense y de la Fundación Rockefeller para estudiar los maíces nativos de Latinoamérica, con el objetivo, entre otros, de determinar dónde se había originado este cultivo.
La diversidad de maíces nativos es tan basta, que nos tomó dos décadas realizar todas las colectas, describir las características de las mazorcas y plantas de maíz, y por supuesto, analizar sus cromosomas. En este periodo visité en varias ocasiones el Colegio de Posgraduados de Chapingo, que acababa de ser fundado por Jerzy Rzedowski. También pude contribuir a la formación de estudiantes y colegas jóvenes de Latinoamérica, entre quienes destacaron Almeiro Blumenschein, de Brasil, y Takeo Angel Kato Yamakake, de México. Juntos finalmente publicamos en 1981 The Chromosomal Constitution of Races of Maize, una obra pionera no sólo para la botánica evolutiva, sino también para la etnobotánica y la paleobotánica.
Mientras tanto, en las décadas de 1960 y 1970 mi trabajo con los transposones y los elementos controladores finalmente comenzó a ser entendido y reconocido. Investigaciones de otras personas en grupos tan distintos al maíz como las bacterias, las levaduras y las moscas de la fruta confirmaban mis descubrimientos. La biología molecular había avanzado mucho, y era ahora un campo rebosante de ideas nuevas y aplicaciones prometedoras. Recibí muchos premios en esos años, pero sin duda el más llamativo fue el Premio Nobel de medicina, que se me entregó en 1983. Para ese entonces tenía 81 años, pero eso no me impidió seguir dando conferencias y realizando investigación en el Laboratorio de Cold Spring Harbor, hasta que fallecí a mis 90 años en Huntington, Nueva York, el 2 de septiembre de 1992.
Contribución de Alicia Mastretta
Diversidad de maíces. Foto: Iván Montes de Oca/CONABIO
Laboratorio de Cold Spring Harbor, Nueva York
Maíz y microscopio. Imagen de dominio público.
Comfort, N.C. 2001. The Tangled Field, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts
Keller, E.F. 1983. A Feeling for the Organism, W. H. Freeman and Company, New York
McClintock, B. 1987, Moore, J.A. (ed.), The discovery and characterization of transposable elements : the collected papers of Barbara McClintock, Garland Pub., New York
McClintock, B., Kato Yamakake, T. A. & A. Blumenschein. 1981. Chromosome constitution of races of maize. Its significance in the interpretation of relationships between races and varieties in the Americas. Escuela de Nacional de Agricultura, Colegio de Postgraduados. Chapingo, Mexico
The Barbara McClintock Papers, Profiles in Science, National Library of Medicine.